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Llega un día en el que hay que botar esos papeles olvidados en un cajón del escritorio; ocupan espacio. Pero algunos se resisten, y con razón. Confidentes silenciosos, conjuraron mil demonios y aliviaron mi entonces espíritu atormentado.

domingo, 18 de julio de 2004

Volviendo a casa

En Tumbes, el calor es insoportable; tengo que beber algo. Mientras busco dónde, me percato de que me espían. No sé quién es, pero como ya estoy en Perú, me desentiendo. Compro una gaseosa, luego el pasaje y me arrellano en la butaca de la sala de espera, aguardando que parta el bus. Pasada media hora de la programada, nos llaman. Subo somnoliento, dispuesto a seguir durmiendo durante todo el viaje. Al partir el bus, ya estoy dormido; apenas siento que una voz femenina me pide permiso para pasar a ocupar el asiento que da a la ventana.

He pasado unos días ingratos en Ecuador, detenido por hacer teatro en las calles de Quito. Preso en un dizque centro de detención preventiva, en realidad un penal, junto a delincuentes que purgaban penas por todo tipo de delitos. En cuanto tuve oportunidad de irme, partí. Ya estoy en Perú y ya nada me inquieta.

No sé cuántas horas han pasado. Ha oscurecido, el calor ha cedido al frío de la noche. Me espabilo un poco, busco mi manta para cobijarme y recién me doy cuenta de que al lado viaja una chica. Es la persona que me espiaba en la estación. Me pongo la manta al hombro y vuelvo a sentarme. El sueño se ha ido y el frío va en aumento. Me ajusto la manta y me acomodo mejor. De tanto en tanto, el interior del bus se ilumina con el resplandor de las luces de los vehículos que nos adelantan o cruzan.

Cierro los ojos queriendo conciliar el sueño, pero no lo consigo. La incomodidad del asiento, el frío, el movimiento, todo conspira contra mis propósitos. En una curva, la pasajera de al lado se recuesta sobre mi hombro. Espero que se acomode nuevamente, pero no lo hace, sigue durmiendo. Delicadamente, entonces, trato de devolverla a su sitio; pero solo consigo que se acomode en mis brazos. Permanezco así unos instantes, sin saber qué hacer. El interior del bus está a oscuras, no veo nada. Me acerco a su rostro en el momento en que una luz, proveniente del auto que nos pasaba, la ilumina. Tiene los ojos abiertos y me está mirando. No atino a hacer nada; ella, en cambio, se acomoda en mis brazos. Sus grandes ojos negros me hipnotizan y la estrecho con fuerza; entonces me abraza. Arrastro mis labios a los suyos e iniciamos un beso de varios kilómetros, olvidando a los pasajeros. Solo somos el uno para el otro, desenfrenadamente.

—¿Cómo te llamas? —Eduardo (le miento, sin saber por qué). ¿Y tú? —Rosa (viaja a Chimbote, quiere que me quede con ella). —Te voy a escribir (no lo hice nunca).