Hemos salido como siempre en estos últimos días: los tres. Yo un tanto incomodo porque la presencia de una amiga, entre nosotros, inhibe mis manifestaciones románticas; por ahora, no encuentro la forma de cambiar eso.
Se desata una lluvia y no queda más remedio que terminar el día. Llamo un taxi y quiero embarcar a la amiga para irnos por nuestra cuenta. ¡Que no! ¡Qué mejor acompañe a Azul! ¡Qué estamos a dos pasos de su departamento! ¡Qué ella, estando más lejos, toma el taxi! La discusión comienza a tomar otro giro. No quiero que la cosa se agrave, cierro la boca y asiento. Sube al taxi y parte. Azul no sabe qué decir, balbucea que me vaya nomás, que ella camina, que son dos calles. No; digo: te voy a acompañar y me vas a invitar un vino con queso para quitarme la bronca. Sonríe y comenzamos a caminar pegados a la pared, tratando de cubrirnos de la lluvia.
En total son cinco calles, llegamos mojados. Ya en el departamento me quito el abrigo, lo sacudo y lo acerco al calentador. Azul me alcanza una botella de vino y me pide que lo descorche mientras sirve pan y un pedazo de queso que pica con un cuchillo. Se quita las botas y los calcetines mojados; me quedo mirando sus pies, sus pies... bonitos. Se acurruca en el sillón y me pide una copa. Me pregunta si quiero cantar; le digo: cantemos. Va por la guitarra, vuelve, bebemos, cantamos, hablamos, comemos pan, queso, reímos y me digo: ¡por Dios… qué hermosa!
Al terminar el vino, pregunto: ¿Me voy o voy por más? ¡Vamos! Dice ella.
Se siente frío. Regresamos con dos botellas y una pizza; abrazados. Cierro la puerta con el pie. Como no suelto el abrazo, me mira, nos miramos. Después del beso aprieto los ojos como queriendo, al abrirlos, despertar de un sueño; pero no, el sueño continúa hasta el otro día.
A la mañana siguiente, avergonzados, prometemos no volver a vernos. Ella no saldrá más con nosotros y yo no la buscaré.
Buenos Aires, invierno, año de la cabra de tierra