Cuando levanté la mirada, sus ojos estaban ahí.
Después de la trifulca me fui sin más trámite. Caminé un buen rato sin fumar y me encontré de pronto chupando caramelos de menta. Sentía frío y estaba sin chompa así que busqué un café y me senté. Recién entonces me di cuenta que las manos me dolían, especialmente la izquierda. No cerré bien el puño, me dije, y comencé a masajearme en vano; el dolor iba en aumento.
Como todos los sábados chicos, me llamó para tomar una cerveza.
—Nos encontramos en casa de Jimena —Me dijo, sin darme tiempo a improvisar una excusa. Ya desde entonces estaba malhumorado por dejarme manipular.
Me puse sólo una camisa y salí. Paré un taxi y subí sin regatear. El chofer me sintió algo extraño así que disimuladamente buscó su seguro, una barra de fierro, y no la soltó hasta que llagamos.
Cuando Jimena abrió me di cuenta que estaba cometiendo un error. Su rostro de «para qué viniste» me alertó de todo; estuve a punto de retirarme, pero no lo hice, ingresé.
Dentro, la vi, acompañada. Saludé levantando la voz y casi todos me respondieron al unísono, menos... Una amiga, que estaba más allá, me llamó a su lado y al ir tuve que pasar junto a ellos; en ese momento él cruzó las piernas y me golpeó con el pie, se hizo un silencio profundo, pero seguí mi camino. Cuando me senté, Gaby me dirigió una sonrisa forzada.
Me alcanzaron una guitarra y como de costumbre cantamos unas canciones, tomamos unas copas, contamos chistes, pero no quería estar ahí; así que le dije a Gaby, que permanecía a mi lado —por favor, ayúdame a retirarme—. Por toda respuesta, se puso de pie y tirando de mi mano hizo que la siguiera rumbo a la salida. Lamentablemente tuvimos que pasar nuevamente junto a ellos; él no pudo mantenerse quieto, justo al pasar volvió a cruzar las piernas.
La mano izquierda me dolía cada vez más pero no me importaba, sólo recordaba que cuando levanté la mirada sus ojos estaban ahí y no pude evitar un beso.
Magdalena, otoño del 75