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Llega un día en el que hay que botar esos papeles olvidados en un cajón del escritorio, ocupan espacio. Pero algunos se resisten, y con razón. Confidentes silenciosos conjuraron mil demonios y aliviaron mi, entonces, espíritu atormentado.

miércoles, 6 de julio de 2005

Mi mano izquierda

Cuando levanté la mirada, sus ojos estaban ahí.

Después de la trifulca me fui sin más trámite. Caminé un buen rato sin fumar y me encontré de pronto chupando caramelos de menta. Sentía frío y estaba sin chompa así que busqué un café y me senté. Recién entonces me di cuenta que las manos me dolían, especialmente la izquierda. No cerré bien el puño, me dije, y comencé a masajearme en vano; el dolor iba en aumento.

Como todos los sábados chicos, me llamó para tomar una cerveza.

—Nos encontramos en casa de Jimena —Me dijo, sin darme tiempo a improvisar una excusa. Ya desde entonces estaba malhumorado por dejarme manipular.

Me puse sólo una camisa y salí. Paré un taxi y subí sin regatear. El chofer me sintió algo extraño así que disimuladamente buscó su seguro, una barra de fierro, y no la soltó hasta que llagamos.

Cuando Jimena abrió me di cuenta que estaba cometiendo un error. Su rostro de «para qué viniste» me alertó de todo; estuve a punto de retirarme, pero no lo hice, ingresé.

Dentro, la vi, acompañada. Saludé levantando la voz y casi todos me respondieron al unísono, menos... Una amiga, que estaba más allá, me llamó a su lado y al ir tuve que pasar junto a ellos; en ese momento él cruzó las piernas y me golpeó con el pie, se hizo un silencio profundo, pero seguí mi camino. Cuando me senté, Gaby me dirigió una sonrisa forzada.

Me alcanzaron una guitarra y como de costumbre cantamos unas canciones, tomamos unas copas, contamos chistes, pero no quería estar ahí; así que le dije a Gaby, que permanecía a mi lado —por favor, ayúdame a retirarme—. Por toda respuesta, se puso de pie y tirando de mi mano hizo que la siguiera rumbo a la salida. Lamentablemente tuvimos que pasar nuevamente junto a ellos; él no pudo mantenerse quieto, justo al pasar volvió a cruzar las piernas.

La mano izquierda me dolía cada vez más pero no me importaba, sólo recordaba que cuando levanté la mirada sus ojos estaban ahí y no pude evitar un beso.

Magdalena, otoño del 75

miércoles, 13 de abril de 2005

¿Venís al bar?

Es mayo, el frío comienza a invadir Buenos Aires. He llegado hace dos semanas y todavía no me acostumbro. Como en estos días, voy a la escuela con mi tristeza cotidiana; en Lima he dejado un dulce recuerdo que aún me duele.

Es sábado, he tenido clase en la mañana y en la tarde. Estamos en el vestíbulo de la escuela: yo, al fondo, pegado a la pared. Mientras maestros y algunos alumnos conversamos perezosamente sobre cualquier cosa, unos pasos que suben por la escalera silencian la estancia. Llega al piso, es Silvia. Busca con la mirada hasta que me encuentra. Mientras permanezco sentado, atraviesa el lugar sin detenerse con nadie; se inclina y al oído me pregunta con una orden ¿venís al bar?. Da media vuelta y se va. Sus pasos descienden la escalera y no es hasta que se pierden que Juan Carlos dice la cosa fue corporal. Una maestra hace un comentario que no entiendo y todos ríen. Yo, continúo sin moverme. El ‘mono’, impaciente, se acerca, me toma de la cabeza y me grita a la cara te espera en el bar. Me levanta y me empuja a la salida. No digo nada pero le estoy agradecido, no sabía cómo moverme.

Camino a trancos por ‘Paso’ hasta llegar a la esquina, desciendo al bar guiado por el griterío de los amigos que conversan en una mesa. Ahí están todos, menos ella. La busco y la encuentro, sola. Me acerco, tomo asiento, pido un vaso con leche, bebo mientras le cuento de mi país y lo que hago.

El recuerdo de Lima ha dejado de dolerme.

Buenos Aires, otoño, año de la serpiente de fuego