Es mayo, el frío comienza a invadir Buenos Aires. He llegado hace dos semanas y todavía no me acostumbro. Como en estos días, voy a la escuela con mi tristeza cotidiana; en Lima he dejado un dulce recuerdo que aún me duele.
Es sábado, he tenido clase en la mañana y en la tarde. Estamos en el vestíbulo de la escuela: yo, al fondo, pegado a la pared. Mientras maestros y algunos alumnos conversamos perezosamente sobre cualquier cosa, unos pasos que suben por la escalera silencian la estancia. Llega al piso, es Silvia. Busca con la mirada hasta que me encuentra. Mientras permanezco sentado, atraviesa el lugar sin detenerse con nadie; se inclina y al oído me pregunta con una orden –¿venís al bar?–. Da media vuelta y se va. Sus pasos descienden la escalera y no es hasta que se pierden que Juan Carlos dice –la cosa fue corporal–. Una maestra hace un comentario que no entiendo y todos ríen. Yo, continúo sin moverme. El ‘mono’, impaciente, se acerca, me toma de la cabeza y me grita a la cara –te espera en el bar–. Me levanta y me empuja a la salida. No digo nada pero le estoy agradecido, no sabía cómo moverme.
Camino a trancos por ‘Paso’ hasta llegar a la esquina, desciendo al bar guiado por el griterío de los amigos que conversan en una mesa. Ahí están todos, menos ella. La busco y la encuentro, sola. Me acerco, tomo asiento, pido un vaso con leche, bebo mientras le cuento de mi país y lo que hago.
El recuerdo de Lima ha dejado de dolerme.
Buenos Aires, otoño, año de la serpiente de fuego
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