Habiendo llegado a este punto de la vida, liadas ya las valijas, evoco con gratitud el camino recorrido; en él, a mis grandes maestros: los errores, las faltas y los fracasos que me hicieron mejor; la generosa amistad de unos y las lecciones de otros.
En particular, recuerdo a mi padre y su empecinamiento en hacer de mi una buena persona. Parecía que eso era lo único que le importaba. Claro que le hubiera gustado que siguiera una carrera liberal, pero nunca me hizo un reclamo las veces que dejé estudios a medias o sin ejercer los concluidos. Cuando finalmente me vio actuar en una plaza pública comunicó a la familia «no se va a morir de hambre».
Y, cómo no, a su inseparable hermano, mi tío Pedro, que allá por los años sesenta me dio mi primera lección de pedagogía y mimo. Yendo de un extremo a otro de una habitación, mientras me repasaba una tarea, hizo como que se le salió un zapato y siguió caminando: «vas a olvidar mis palabras, pero esto no». Así fue, de ese día sólo recuerdo eso, que mientras caminaba se le salió el zapato. Ahora me pregunto si habría leído aquello de Confucio: «me lo contaron y lo olvidé; lo vi y lo entendí; lo hice y lo aprendí». Él era el deportista de la familia, pelotero empedernido; el artista: dibujante, pintor, músico; siempre con una guitarra a mano; bohemio impenitente. Cuando nos encontrábamos en alguna fiesta me llamaba a su lado porque según decía «un Arcos sólo bebe con otro Arcos».