Habiendo llegado a este punto de la vida, liadas ya las valijas, evoco con gratitud el camino recorrido; en él, a mis grandes maestros: los errores, las faltas y los fracasos que me hicieron mejor; la generosa amistad de unos y las lecciones de otros.
En particular, recuerdo a mi padre y su empecinamiento en hacer de mi una buena persona. Parecía que eso era lo único que le importaba. Claro que le hubiera gustado que siguiera una carrera liberal, pero nunca me hizo un reclamo las veces que dejé estudios a medias o sin ejercer los concluidos. Cuando finalmente me vio actuar en una plaza pública comunicó a la familia «no se va a morir de hambre».
Y, cómo no, a su inseparable hermano, mi tío Pedro, que allá por los años sesenta me dio mi primera lección de pedagogía y mimo. Yendo de un extremo a otro de una habitación, mientras me repasaba una tarea, hizo como que se le salió un zapato y siguió caminando: «vas a olvidar mis palabras, pero esto no». Así fue, de ese día sólo recuerdo eso, que mientras caminaba se le salió el zapato. Ahora me pregunto si habría leído aquello de Confucio: «me lo contaron y lo olvidé; lo vi y lo entendí; lo hice y lo aprendí». Él era el deportista de la familia, pelotero empedernido; el artista: dibujante, pintor, músico; siempre con una guitarra a mano; bohemio impenitente. Cuando nos encontrábamos en alguna fiesta me llamaba a su lado porque según decía «un Arcos sólo bebe con otro Arcos».
Aún niño, pero ya caminando por mi cuenta (en esos días era posible), durante una celebración cultural china seguí a una comparsa vibrante y colorida hasta su base. Curioso, comencé a frecuentar sus reuniones, pero sólo como observador, desde la puerta. Hasta que un día: «¿Quiere aprender? Busca maestro; yo, no maestro». Sifu no buscaba alumnos, los ahuyentaba. Y aunque siempre se resistió a que lo llamase maestro, no sé decir qué no me enseñó; lo primero, que no hay atajos, que la única forma era repitiendo, pero siempre mejor.
Ahora bien, mi vida la he echo en el teatro. Ésta comenzó cuando conocí a Reynaldo D’Amore, a quien me acerqué por unas clases de oratoria. Estaba en la universidad y quería poder expresarme como aquellos que proferían largas peroratas casi sin tomar aliento. Pero D’Amore decidió conducirme al teatro; primero, a la actuación; luego, a la enseñanza. Sus requerimientos básicos: puntualidad, atención, concentración, responsabilidad... pasaron a ser míos. En cierta ocasión, cuando después de un ejercicio de improvisación me comentó «siempre haces de un vivo que se hace el tonto o un tonto que se hace el vivo» me sentí ampayado.
Ya en ese mundo, durante la primera muestra de teatro peruano, hice muchas amistades; una en especial, Aurora Colina. Nunca dejará de sorprenderme su solidaridad con el prójimo, sin importar el día ni la hora; a pesar de su severidad, una llamada a su puerta la comprometía personalmente.
Pero el escenario del teatro, como la vida, tiene sus arrieros. Por él transitan no sólo actores, también músicos, danzantes, oradores, ¡mimos!... Había llegado a ese mundo fascinante buscando el don de la palabra, pero sin darme cuenta había arribado a una disyuntiva. En esa encrucijada vino a socorrerme la maestra Georgina Martignoni. En una charla informal, en la que comenté lo descuidado de mi formación, propuso al director de la Escuela Argentina de Mimo darme una beca de estudios. Propuesta, felizmente para mi, secundada por Ángel Elizondo. La impronta de Ángel Elizondo en mi trayectoria como artista es innegable. Su discurso dejó una huella profunda que se puede ver fácilmente en aquellos que fuimos alumnos de su escuela.
En una de esas bifurcaciones, por las que nos lleva la vida, en casa de la tucumana Alma García (cantora, poetisa , compositora, docente y coreógrafa) tuve la fortuna de conocer a Soo Nam Yoo, máximo exponente del Sipalki en el mundo. Luego de una amena conversación en la que hablamos de su arte, del mío y mis antecedentes en el Gông Fu, tuve el honor de ser invitado a su clase. Invitación que, abrumado por su generosidad, decliné con pretextos triviales, arguyendo que ya había pasado mi tiempo de comenzar. Excusa que él depuso con un contundente «el momento de comenzar es cuando se comienza». Y aunque no fui un alumno regular, comencé; y qué no comencé después.
Pero no sólo de arte vive el hombre, qué sería la vida sin amor:
Silvia Antonozzi, el amor inexorable. Su compañía alborozaba mis días. Su belleza me tornaba invisible —condición que yo prefería—. No recuerdo, de ese tiempo, haber dado una función sin ella en la platea.
Azul H., el amor inesperado. A pesar de nuestros reiterados esfuerzos, no hubo voluntad que pudiera librarnos de la pasión que nos aventuraba por la felicidad. Fueron cómplices la lluvia, la buhardilla, la guitarra y el vino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario