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Llega un día en el que hay que botar esos papeles olvidados en un cajón del escritorio; ocupan espacio. Pero algunos se resisten, y con razón. Confidentes silenciosos, conjuraron mil demonios y aliviaron mi entonces espíritu atormentado.

miércoles, 15 de julio de 2009

A veces...

Me dispongo a maquillarme cuando siento un desasosiego en el pecho. Miro hacia la puerta y ahí está: su sonrisa amplia, su cabellera clara y esa mirada; esa mirada con la que me he encontrado en la presentación del libro de un amigo y, después, mientras tomaba un café solitario.

―He venido a verte―. Es la primera vez que escucho su voz. ―¿Conversamos después de la función?―. Asiente y se va al patio de butacas.

Rita, que ha estado acomodando diligentemente mi vestuario, se acerca, me da un beso en la mejilla, me desea más suerte que nunca y me dice que se va. ―¿Por qué? ―Porque esta función no será para mí―. Toma sus cosas y, dibujando una sonrisa, me dice adiós mientras parte. Entonces, tontamente, pienso que mañana hablaremos y todo seguirá igual.

Termino. Recibo amigos en el camerino. Me visto de calle y salgo. Afuera respondo saludos, estrecho manos desconocidas y me despido. Alcanzo la calle y ahí está, con esa sonrisa amplia y esa cabellera clara. Detengo mi paso, se acerca sin apuro, me alcanza, toma mi brazo y camina a mi lado. Nos vamos por Paseo Colón hasta la Plaza Bolognesi, luego por Guzmán Blanco…
Lima, verano del 89

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